La viuda negra


La mañana del uno de noviembre, después de visitar la tumba de su esposa, Jorge camina muy triste hacia su carro. Hay mucha gente en el cementerio: niños corriendo por todos lados, señores y señoras con gestos apesadumbrados, jovencitas coquetas en sandalias y una ceremonia de entierro protagonizada por un cura locuaz. La mujer de Jorge murió ahogada en el mar en un viaje de vacaciones de semana santa, hace dos años. Esta es la primera visita al cementerio que Jorge hace con cierta serenidad. Antes de llegar al sitio donde había parqueado el carro, se topa con una solitaria mujer vestida de negro, llorando, casi aullando, frente a una tumba. Jorge se acerca, preocupado por el estado lamentable de la mujer.

La mujer está postrada en el suelo, llorando desconsolada. La toca tres veces en el hombro antes de que ella voltee. Es una mujer bonita, joven, de pelo corto negro y ojos grises. Jorge le pregunta por quién llora. Ella le cuenta que llora por su marido, que murió hace dos meses al quedar en medio de una balacera entre narcos. Jorge le responde que lo siente, que él también perdió a su esposa, pero hace dos años. Ella lo mira interesada. Él le dice que sabe por lo que ella está pasando pero que después, aunque no lo parezca, vendrá la calma. La invita a levantarse del suelo y respirar hondo. La mujer hace caso y se calma.

Juntos toman un refresco en una caseta del cementerio. Platican y se sienten consolados, comprendidos, acompañados en el dolor. Jorge se sorprende cuando le mira las tetas y piensa esta mujer está buena y es bonita y si no fuera porque recién enviudó, seguro la invitaba a salir. Por momentos ella luce resplandeciente, como una colegiala coqueta. Pero vuelve siempre el gesto de dolor, la angustia de la separación por la muerte. Y el llanto.

Jorge puso gustoso su hombro para las lágrimas de la dama. Quién no lo hubiera hecho. Pensaba en su mujer fallecida, pero ya no tanto. Había llegado al cementerio triste pero esta viuda llorona lo hacía sentirse bien. Los dos eran viudos sin hijos. Siguieron platicando un buen rato y llegó la hora del almuerzo. Un atento y caballeroso Jorge la invitó, pero ella dijo que tenía que irse. Registró su bolso y sorprendida vio que no tenía mucho dinero. Le pidió prestado a Jorge para el taxi. Antes de despedirse intercambiaron números telefónicos. Hasta ahí Jorge supo que la bella viuda se llamaba Lucrecia.

Por la noche la llamó. Ella estaba cansada y tenía sueño. Le dijo que no quería hablar, y ante la insistencia de Jorge, aceptó tomar un café al día siguiente. Ahí terminaron de saber todo uno del otro; Lucrecia había estado casada tres años, Jorge dos; el difunto marido de ella era un catedrático universitario de leyes y buen abogado, la mujer de Jorge era psicóloga. La pregunta que quedaba siempre en el aire era ¿por qué a nosotros? Ninguno de los dos se explicaba cómo al estar en una situación económica relajada y con un matrimonio feliz que apenas comenzaba, el destino les había separado de sus parejas. No era justo.

Lucrecia trabajaba como gerente en un restaurante. Jorge era vendedor de maquinaria para restaurantes. Los dos consideraron simpática la coincidencia. Empezaron a frecuentarse y a ser muy buenos amigos. Iban al cine, a comer a restaurantes y a tomar cafés todas las semanas. Finalmente una noche, ya con algunos tragos de más, ella lo invitó a pasar a su casa, en donde vivía sola, y ambos se quitaron las ganas reprimidas en el tiempo de cortejo. Pasaron a categoría de amantes.

Así fue como los viudos tristes se transformaron en viudos alegres. Parecían adolescentes enamorados, mensajito de texto por aquí, llamada por allá, chats románticos y calientes a cualquier hora, fines de semana juntos, discotecas y fiestas. Y justo antes de cumplir un año de haberse conocido, Lucrecia, la viuda bella, se fue a vivir con Jorge. La visita tradicional al cementerio el uno de noviembre la hicieron juntos. A ambos la tristeza les duró lo que estuvieron frente a las tumbas de sus cónyuges difuntos. Sin embargo, ese día los dos estuvieron casi sin hablarse, como si hubiera pasado algo, como sintiéndose culpables por estar juntos. Esa noche ella le propuso matrimonio. Y él aceptó. Se casaron al siguiente día, como si no hubiera mañana, como si al dejarlo para más tarde no se fuera a realizar.

Sólo ahí Jorge se dio cuenta de que no conocía a la familia de Lucrecia, en cambio ella había conocido a sus dos hermanos y algunos de sus amigos. Decidió organizar una cena con la excusa de las fiestas de fin de año, y Lucrecia aceptó no de muy buena gana. A la cena llegaron los dos padres de ella y su hermana menor. Por parte de Jorge, su padre y sus dos hermanos y sus mujeres. Su madre no quiso asistir porque no aprobaba la relación.

Fue en esa cena que Jorge se enteró de que el marido de Lucrecia no había muerto en una balacera de narcos. Había muerto por una rara intoxicación con mariscos. Habían comido mariscos en el Puerto de San José y él tuvo una mala reacción a los alimentos. Lucrecia había sido hospitalizada por síntomas similares, pero ella logró sobrevivir. La historia real fue revelada por un aparente descuido de la hermana menor de Lucrecia. Al mostrarse Jorge sorprendido, Lucrecia le dijo que había mentido porque no quería recordar los detalles de la muerte de su marido, que el cuadro había sido tan lamentable y doloroso que ella hubiera preferido que hubiera muerto efectivamente en una balacera de narcos.

El nuevo matrimonio tuvo una crisis por la pelea que surgió después de la revelación. Jorge no le habló durante dos semanas, pero al final, viendo la paciencia y el cariño de ella, decidió olvidar el incidente. La navidad y el año nuevo de esa ocasión fue particularmente feliz para la pareja. En febrero del año siguiente, sin embargo, una noche después de regresar de un viaje a la playa, Jorge se sintió mal. Al parecer la comida no le había caído bien. Tenía náuseas y vómitos, se sentía muy cansado y su respiración era dificultosa. Tuvieron que ir de emergencia al hospital, y después de dos días internado, y de pasar por una crisis severa, le dieron de alta.

Jorge sospechó lo peor. En secreto, estando en el hospital, pidió que analizaran muestras suyas para saber si había envenenamiento. Los resultados, entregados a Jorge de forma confidencial, dieron positivo para arsénico. Estaba confirmado: la bella Lucrecia no era más que una viuda negra, y con un marido ya a cuestas. Él no iba a ser el siguiente, de ninguna manera. Ya se había salvado de milagro. No regresó a su casa. Decidió ir a la casa de sus papás para terminar de recuperarse.

Dudó al principio, pero la cólera por la mala mujer que se había conseguido pudo más. Registró en su agenda de teléfonos y encontró el del narco al que le había acondicionado una pizzería que en realidad era una fachada de una enorme bodega de drogas. Jorge le contó su desgracia y el narco le dio dos números de teléfono de gente que podía resolver el asunto a un buen precio. Semana y media después, él asistía al funeral de su segunda esposa. A Lucrecia la encontraron muerta por heridas de bala en una casa de un narcotraficante de poca monta, junto a otros cuatro cuerpos. Según la policía, había habido una balacera entre bandas narcotraficantes enemigas. Los sobrevivientes habían huído.

José Joaquín

Soy José Joaquín y publico mis relatos breves en este sitio web desde 2004. ¡Muchas gracias por leer! Gracias a tus visitas este sitio puede existir.

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