El novio desaparecido


Conocí a Sergio Gomes hace unos cinco años. De trabajar en el Ministerio Público se retiró hace siete, según me contó, y desde entonces se dedicó al oficio de investigador privado. Nos hicimos amigos porque llegó a mi consultorio por una infección de garganta. No hay nadie que tenga una conversación tan interesante como Gomes; desde fútbol hasta filosofía, literatura y ciencia. No sé de nadie que, como él, juegue bien al tenis y al ajedrez. He tenido la costumbre de tomar notas de los casos que hemos visto juntos y ahora, con permiso de él, voy a contarles acá un caso reciente en el que participé junto a Gomes.

Hay días en que la clientela está sana, y esto es malo para el negocio de médico. Una tarde en que no había citas ni nadie había llamado, salí de mi consultorio indicándole a mi asistente que sólo me llamara si hubiera alguna emergencia. A media tarde llegué a la casa de Sergio Gomes, quien me recibió cordial como siempre.

—Qué bueno que vino, Jaime. Está por venir una joven que me escribió un correo electrónico contándome su desgracia —me contó mi amigo, al tiempo que tomaba un cigarrillo y lo encendía—.

—¿De qué se trata el caso? —pregunté.

—Verá Jaime, esta joven ha sido plantada en el altar mismo. Por la manera en que estaba escrito el email que me envió, creo que ha de ser una joven de no más de 21 años, universitaria, mal estudiante y de buena apariencia.

—Ya. ¿Con un sólo email consigue saber eso? —respondí, sonriendo.

—La escritura es como la huella digital de una persona, dice más cosas de las que aparenta. Puedo saber que es de esa edad porque es su novio del colegio a quien busca y además es muy descuidada en su redacción y ortografía, lo que indica poca inquietud intelectual. Además vi la foto del perfil del email, y en el email mismo, como tantas otras personas, ella indica su año de nacimiento.

Reí de buena gana. Sonó el timbre de la casa y Gomes salió a abrir la puerta. Entró a la sala una joven realmente encantadora, cuyo bello rostro mostraba tristeza y preocupación. Se llamaba Gabriela Vargas.

—Señorita, le presento al doctor Jaime Ramos, quien es mi amigo de total confianza y me asiste en mis casos —dijo Sergio Gomes—. Por favor tome asiento. Lamento el embotellamiento que encontró para venir acá y que haya hecho una tarde de calor.

—¿Cómo supo que encontré mucho tráfico al venir acá?

—Bueno, veo huellas de sudor en su blusa y al entrar en la sala ví que resopló acalorada. Además vino veinte minutos tarde. También revisé su perfil en Twitter y así supe que había un tráfico de la chingada, como usted misma lo describió.

—¿Pero cómo supo cuál era mi perfil de Twitter?

—El sistema permite una búsqueda de usuarios por email. Simplemente introduje la dirección de email desde donde me escribió y encontré el perfil. Pero cuéntenos, por favor, cómo fueron los hechos —dijo Gomes al tiempo que le daba un vaso de cocacola fría a la atribulada joven.

La bella joven tomó un sorbo de la bebida y empezó a contar su historia.

—Vine aquí porque usted me ha sido ampliamente recomendado. Como le conté por email, yo estaba esperando a mi novio en el altar, en la iglesia, con todos los invitados, y él nunca llegó. La boda era el sábado y a día de hoy, lunes, no tengo noticias de él. Estos días han sido de gran sufrimiento y pena. Lo hemos buscado por todos lados pero no hay señales de él. Temo lo peor, y por eso vine con usted.

—¿Cómo se llama el muchacho y desde hace cuánto lo conoce? ¿Cómo ha sido la relación?

—Nos conocemos desde niños —la muchacha hizo un puchero como queriendo llorar, pero se contuvo—. Se llama Humberto Prado y es hijo de una buena familia. Siempre nos hemos llevado bien. La familia de él me adora y no tengo la menor duda de que él me ama con todo el corazón.

—Sin embargo, se pelearon hace un par de meses —observó Gomes.

—¿Cómo supo eso? —preguntó extrañada la muchacha.

—Al decir la frase “siempre nos hemos llevado bien” noté duda. Además, usted misma lo dijo en su perfil de Facebook.

—Que encontró tecleando el email en buscador del sitio, supongo —observé.

—Así es mi estimado Ramos. Pero señorita, por favor, síganos contando. ¿Vio algo extraño en el comportamiento de su novio los días anteriores a la boda?

—Dos semanas antes de la boda, Humberto parecía distante. Pensé que era natural, puesto que las mujeres somos las que nos entusiasmamos por la boda, mientras los hombres lo consideran tedioso. Ahora me doy cuenta de que pudo haber sido algo más. Nadie sabe nada de él, todos estamos preocupados, aunque yo no veo que su familia lo esté buscando tan desesperadamente como yo.

—¿En dónde sería su luna de miel, si no es indiscreción, señorita Vargas?

—Nos íbamos a ir el domingo a la casa que sus padres tienen en Antigua Guatemala y estaríamos ahí durante algunos días; después iríamos a La Habana.

—Muy bien señorita, con eso empezaremos a trabajar. Le ruego me indique la dirección de la casa de su novio, quien supongo vivía con sus padres. También quiero saber en dónde trabaja para hacer las visitas correspondientes. Es posible que le tenga noticias mañana por la tarde así que esté atenta a su celular.

La señorita Vargas salió de la casa de Gomes un poco más aliviada de lo que entró. De inmediato mi amigo me indicó que saldríamos a hacer una visita a la casa del novio desaparecido. Por ahí empezaría la investigación.

Afortunadamente la casa no quedaba lejos, por lo que llegamos rápido. Nos atendió la madre, que nos recibió de inmediato, y que además había sido alertada de nuestra visita por la señorita Vargas.

—Es una pena lo que ha sucedido —dijo la madre del novio—. Humberto siempre ha sido un buen muchacho, pero ahora parece que quiso escapar del compromiso. Parece que no quiere madurar.

—¿Usted tiene idea de dónde pueda estar, señora de Prado? —inquirió Gomes.

—No lo sé, pero seguro se esconde. Lo que no sé bien es por qué. Todos estamos preocupados. Lo último que platicó conmigo es que se sentía presionado a casarse y que no sabía si había hecho bien al proponerle matrimonio a Gabriela.

Mi amigo pidió entrar al dormitorio del desaparecido. Vio todos los muebles y las fotos del muchacho, su guitarra eléctrica y su colección de revistas de motor. Puso especial atención en la computadora y el reproductor mp3, en el cual escuchó algunas canciones que contenía. Luego encendió la computadora y consultó el historial de navegación de internet.

No pudimos platicar con el padre del muchacho porque no quiso atendernos. Salimos de la casa y durante el camino de regreso Sergio Gomes no habló nada. Su mente estaba metida de lleno en el caso y simplemente respondía con monosílabos a mis preguntas. Por fin, llegado a su casa me inquirió sobre el caso.

—¿Qué piensa sobre el caso, Ramos?

—Me parece evidente que la madre sabe que su hijo está bien porque de lo contrario estaría preocupada. Su padre, en cambio, debe estar enfadado con él, o nos hubiera atendido.

—Algo así me parece, y si todo concuerda con lo que pienso, mañana por la tarde habremos resuelto el caso. Haré unas averiguaciones y una visita por la mañana. Lo espero en casa por la tarde para cerrar el caso.

Me fui a casa con la inquietud de saber cómo mi amigo resolvería el caso. La familia del novio sabía algo más, pero de ahí a encontrar al desaparecido y explicar su huida había mucho trecho. Por más que pensé en el asunto no pude imaginar cómo se podía resolver el caso tan rápidamente.

Al día siguiente estuve ocupado en la clínica por la mañana, pero en cuanto me desocupé llamé a Gomes para saber cómo iba el caso. Me pidió que llegara a su casa porque precisaba mi presencia como testigo en el desenlace de esta historia. Llegué tan pronto como pude y al llegar encontré a Gomes ensimismado frente a la computadora. Tuve que carraspear un par de veces para que notara mi presencia.

—Ah, Ramos, le agradezco mucho por venir. Ya tengo resuelto el caso, pero creo un deber moral hacer que los novios se encuentren y que nuestra cliente sepa la verdad, al menos en buena parte. Bastante sufrimiento ha tenido.

—Pero, ¿cómo lo ha resuelto todo? ¿Dónde está el novio?

—Espere y verá —me contestó Gomes, al tiempo que sonaba el timbre de la casa.

La visita era ni más ni menos que el novio desaparecido. Era un muchacho apuesto y de carácter desenfadado y jovial. Sin embargo, mostraba pena por lo acontecido y Sergio Gomes lo había citado con una pequeña treta: le había dicho que Gabriela estaba enferma y que se corría el riesgo de que intentara una locura. Le envió un mensaje por internet. Gomes se disculpó por usar tal táctica, pero dijo que no le quedaba más remedio que hacerlo de esa manera.

—Por lo que sé, joven Prado, usted ama a su novia —dijo Gomes—, de lo contrario no habría venido. Pero también sé que usted no se quería casar, y no porque no quisiera a la bella Gabriela. Hay algo más.

El muchacho, con rostro apenado, contó su historia.

—Es cierto, yo amo a Gabriela. Pero yo esperaba a casarme hasta dentro de dos o tres años, una vez terminada mi carrera en la universidad y cuando ya hubiera grabado un CD con mi banda. Pero mi padre presionó para que yo le propusiera matrimonio.

—Según entiendo —interrumpió Gomes—, los negocios de su padre no van bien.

—Es cierto. Algunos clientes importantes se fueron durante este último año y la empresa que tanto prosperidad nos produjo, está a punto de quebrar. Yo trabajo al lado de mi padre, y sé cómo va todo. Pero yo pienso que de esta vamos a salir bien. Todas las empresas tienen malas rachas.

—Pero su padre no pensaba así —respondió Gomes, —encendiendo un cigarrillo.

—No. El pensaba que debía casarme lo antes posible con Gabriela para luego hacer que mi suegro, que es un comerciante exitoso, se viera obligado a invertir en la empresa y así salvarla. Cuando nos acercábamos a la fecha de la boda, yo me sentía cada vez peor, pues yo quiero a Gabriela, pero no quiero comprometerme aún, hasta no terminar los pendientes que tengo. Además, somos jóvenes, nos queda mucho tiempo.

—Y con ese pensamiento usted se fue a esconder a la casa de Antigua Guatemala, en donde se iniciaría la luna de miel.

—Así es, pensé que el único lugar en donde no me buscarían sería ahí. Llamé a mi madre para contarle que estaba bien, que no se preocupara; le dije que no fui a la boda porque no quería casarme por obligación, sino por amor.

Algunos minutos después de que el joven nos contara su historia, sonó de nuevo el timbre de la casa. Era Gabriela Vargas. Al entrar y ver a su novio, se sintió aliviada y lloró de manera conmovedora. Su novio le explicó todo y pese a que ella se sentía también ofendida, comprendió todo y lo perdonó. Luego de aclararse la situación, la señorita Vargas le extendió un cheque a mi amigo por una generosa cantidad y se marchó del brazo de su novio.

—Es una rara historia de amor —le dije a Gomes cuando se fueron las visitas.

—Tan rara, mi estimado Ramos, que no se dijo todo. No me cabe duda de que el muchacho ama a la señorita Vargas, pero hay más en este asunto.

—¿Algo más? ¿Pero qué más puede haber? —pregunté extrañado.

—El joven Prado no estuvo solo en la casa de Antigua Guatemala. Al parecer estuvo con una exnovia a la que por casualidad se encontró en una discoteca la noche en que llegó.

—Pero Gomes, ¿cómo supo eso?, ¿por qué no se lo dijo a la muchacha?

—Como le dije, Ramos, no me cabe duda de que el muchacho ama verdaderamente a la señorita Vargas, por lo que decidí callar para no amargar el reencuentro. Con respecto a cómo lo supe, no es tan difícil. Sólo tuve que conectar unas cuantas conversaciones de Twitter, correlacionar lo que el muchacho decía en su perfil alternativo de Facebook, en el que usa un alias, y supe todo lo que había pasado. Por medio de ese mismo perfil le hice llegar el mensaje, prometiéndole no mencionar lo de su exnovia si se aparecía por acá. La gente dice más de lo que cree en las redes sociales, facilitándonos grandemente el trabajo a los que investigamos sus vidas.

José Joaquín

Soy José Joaquín y publico mis relatos breves en este sitio web desde 2004. ¡Muchas gracias por leer! Gracias a tus visitas este sitio puede existir.

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