La casta Clarissa - John Cheever

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En el barco de la noche que iba a Vineyard Haven estaban cargando mercancías. Muy pronto la sirena advertiría que las ovejas tenían que separarse de los cabritos: así, al menos, era como Baxter lo enfocaba, distinguiendo entre los isleños y los turistas que merodeaban por las calles de Woods Hole. Su automóvil, como todos los que iban a embarcar en el trasbordador, estaba aparcado cerca del muelle. Baxter fumaba sentado en el parachoques delantero. El ruido y el movimiento del pequeño puerto parecían indicar que la primavera había terminado, y que las orillas del West Chop, al otro lado del estrecho, eran las playas del verano; pero las implicaciones de la hora y del viaje no tenían ningún efecto sobre Baxter. El retraso lo aburría y lo irritaba. Cuando oyó que alguien lo llamaba, se puso en pie con una sensación de alivio.
Era la anciana señora Ryan, al volante de una camioneta cubierta de polvo, y Baxter se acercó para hablar con ella.
—Lo sabía —dijo la señora Ryan—. Sabía que iba a encontrar a alguien de Holly Cove. Estaba completamente segura. Llevamos en camino desde las nueve de la mañana. Tuvimos dificultades con los frenos a las afueras de Worcester. Y ahora me pregunto si la señora Talbot habrá limpiado la casa. El verano pasado me pidió setenta y cinco dólares, y le dije que no volvería a pagarle esa cantidad; no me extrañaría que hubiese tirado todas mis cartas sin abrirlas. No me gusta nada terminar un viaje en una casa sucia, pero, si las cosas se ponen muy mal, podemos limpiarla nosotras, ¿no es cierto, Clarissa? —preguntó, volviéndose hacia una joven que iba sentada a su lado—. ¡Perdóname, Baxter! —exclamó—. No conoces a Clarissa, ¿verdad? Es la mujer de Bob, Clarissa Ryan.
Lo primero que se le ocurrió a Baxter fue que una chica como aquélla no debería viajar en una camioneta polvorienta; la vida tendría que sonreírle mucho más. Era joven. Baxter calculó que debía de tener unos veinticinco años. Pelirroja, de pechos prominentes, indolente y esbelta, parecía pertenecer a una especie diferente de la de la señora Ryan y sus hijas, criaturas sencillas y de huesos grandes. «Las chicas del cabo Cod / peines no tienen. / Raspas de bacalao / son suficientes», se dijo Baxter a sí mismo, pero los cabellos de Clarissa estaban muy bien cuidados, y sus brazos tenían una blancura inmaculada. Woods Hole y la actividad del muelle parecían aburrirla, y como tampoco le interesaban los cotilleos de la señora Ryan sobre la isla, en seguida encendió un cigarrillo.
Aprovechando una pausa en el monólogo de la anciana, Baxter habló directamente con la nuera.
—¿Cuándo llegará Bob, señora Ryan? —preguntó.
—No viene —dijo la hermosa Clarissa—. Está en Francia. Lo…
—Lo ha mandado el gobierno —intervino la anciana, como si su nuera fuese incapaz de dar una explicación tan sencilla—. Trabaja en un proyecto muy interesante. No volverá hasta el otoño. Yo también me marcho al extranjero. Clarissa se quedará sola. Por supuesto —añadió llena de convicción—, espero que le guste la isla. A todo el mundo le gusta. Confío en que tenga muchas cosas que hacer, y que…
La sirena del trasbordador la interrumpió. Baxter se despidió de ellas. Uno a uno, los coches subieron a bordo y el barco se puso en marcha sobre las aguas poco profundas que separaban el continente de la isla. Baxter tomó una cerveza en el bar mientras contemplaba a Clarissa y a la anciana señora Ryan, sentadas en cubierta. Como no había visto nunca a la mujer de Bob, supuso que se habría casado con ella aquel invierno. No entendía cómo una criatura tan hermosa había ido a parar a la familia Ryan. Eran aficionados a la geología y aobservar pájaros, todo ello con gran entusiasmo. «Nos gustan mucho las aves y las piedras», solían decir cuando conocían a alguien. Su casa quedaba a tres kilómetros del edificio más próximo y, como la señora Ryan decía con frecuencia, había sido construida en 1922, «aprovechando las paredes de un granero». Los Ryan navegaban, hacían excursiones, se bañaban cuando había mucho oleaje, y organizaban expediciones a Cuttyhunk y a Tarpaulin Cove. Eran personas que, en opinión de Baxter, daban demasiada importancia al corpore sano, y que no deberían dejar sola a Clarissa en la casa de la isla. El viento había alborotado los cabellos de la muchacha y un mechón de color de fuego le ocultaba la mejilla. Tenía las piernas cruzadas. Mientras el trasbordador entraba en el puerto, Clarissa se levantó y recorrió la cubierta en dirección contraria al suave viento marino, y Baxter, que había iniciado el viaje hacia la isla con una actitud de indiferencia, se dio cuenta de que había empezado el verano.

Baxter sabía muy bien que tendría que actuar con mucho tacto cuando intentara conseguir información sobre Clarissa Ryan. En Holly Cove lo aceptaban porque había veraneado allí toda la vida. Era un hombre simpático y bien parecido, pero sus dos divorcios, sus aventuras amorosas, su tacañería y su aire latino le habían creado entre sus vecinos cierta fama de persona desaprensiva. Se enteró de que Clarissa se había casado con Bob Ryan en noviembre y de que había nacido en Chicago. También oyó decir que era hermosa y estúpida. Eso fue todo lo que averiguó.
Buscó a Clarissa en las pistas de tenis y en las playas, pero no consiguió verla. Fue varias veces a la playa que quedaba más cerca de la casa de los Ryan. Tampoco apareció por allí. Cuando aún llevaba muy poco tiempo en la isla, recibió por correo una invitación de la señora Ryan para tomar el té. Era una invitación que no hubiese aceptado normalmente, pero aquella vez acudió agradecido. Llegó tarde, sin embargo. Delante de la casa estaban ya los automóviles de la mayor parte de sus amigos y vecinos. Desde las ventanas abiertas sus vocesllegaban hasta el jardín, donde florecían las rosas trepadoras de la señora Ryan.
—¡Bien venido a bordo! —le gritó la anciana señora cuando cruzó el porche—. Es mi fiesta de despedida. Me voy a Noruega. —Inmediatamente lo condujo a una habitación abarrotada.
Clarissa estaba sentada detrás de la mesa donde se servía el té. A sus espaldas, pegada a la pared, había una vitrina con todos los ejemplares geológicos de los Ryan. Llevaba los brazos descubiertos. Baxter los estuvo contemplando mientras ella le servía el té.
—¿Caliente…? ¿Frío…? ¿Limón…? ¿Leche?
Daba la impresión de que no tenía nada más que decir, pero sus cabellos rojos y sus brazos blancos dominaban aquella esquina de la habitación. Baxter se comió un sándwich y se quedó cerca de la mesa.
—¿Habías estado antes aquí, Clarissa? —preguntó.
—Sí.
—¿Vas a la playa de Holly Cove?
—Queda demasiado lejos.
—Cuando se vaya tu suegra —dijo Baxter—, yo puedo llevarte en coche por las mañanas. Suelo ir a las once.
—Gracias. —Clarissa bajó los ojos. Parecía incómoda, y la posibilidad de que fuera una persona vulnerable cruzó por la cabeza de Baxter y le causó un inmediato alborozo—. Muchas gracias —repitió—, pero yo también tengo coche y…, bueno, no sé, no…
—¿De qué habláis vosotros dos? —preguntó la señora Ryan colocándose entre ellos y sonriendo desaforadamente, en un esfuerzo por ocultar en parte la prepotencia de su intervención—. Estoy segura de que no se trata de geología —continuó—, ni de pájaros, ni de libros, ni tampoco de música, porque a Clarissa no le interesa ninguna de esas cosas, ¿no es cierto? Ven conmigo, Baxter.
Lo llevó hasta el otro extremo del cuarto y le habló sobre la cría del ganado lanar. Cuando terminaron la conversación, también acababa la fiesta. Clarissa se había marchado. Su silla estaba vacía. Al detenerse junto a la puerta para dar las gracias y despedirse de la señoraRyan, Baxter dijo que confiaba en que no saliera hacia Europa inmediatamente.
—¡Sí, sí! Me marcho en seguida —respondió la anciana—. Vuelvo al continente en el trasbordador de las seis y mañana al mediodía me embarco en Boston.

A las diez y media de la mañana del día siguiente Baxter se acercó en coche a casa de los Ryan. La señora Talbot, la mujer de la isla que ayudaba en las faenas de la casa, le abrió la puerta. Clarissa bajó la escalera. Estaba más hermosa que nunca, aunque pareció sorprenderse al encontrarlo allí. Aceptó su invitación para ir a bañarse, pero lo hizo sin el menor entusiasmo.
—De acuerdo —dijo.
Cuando volvió a bajar llevaba un albornoz sobre el traje de baño y un sombrero de ala ancha. Mientras iban camino de Holly Cove, Baxter le preguntó por sus planes para el verano. Clarissa no se mostró comunicativa. Parecía preocupada y poco deseosa de hablar. Aparcaron el coche y caminaron juntos atravesando las dunas hasta llegar a la playa. Una vez allí, Clarissa se tumbó sobre la arena con los ojos cerrados. Algunos de los amigos y vecinos de Baxter se detuvieron un rato a charlar, pero, según pudo apreciar, ninguno duraba mucho tiempo. El silencio de Clarissa hacía difícil cualquier conversación. Sin embargo, a él no le importaba en absoluto.
Baxter fue a nadar. Clarissa se quedó en la arena, envuelta en el albornoz. Al volver del agua, Baxter se tumbó junto a ella. Se puso a contemplar a sus vecinos y a sus hijos. Había hecho muy buen tiempo. Las mujeres tenían la piel bronceada. Todas estaban casadas y, a diferencia de Clarissa, eran esposas con hijos, pero las dificultades del matrimonio y de los embarazos no les impedían continuar siendo bonitas y ágiles ni sentirse satisfechas. Mientras Baxter las admiraba, Clarissa se puso en pie y se quitó el albornoz.
Aquello era distinto, y Baxter se quedó sin aliento. Parte del poder sobrecogedor de su belleza radicaba en la blancura de su piel y también en el hecho de que, a diferencia de las otras mujeres, que se sentían a gusto en sus trajes de baño, a Clarissa parecía humillarla y avergonzarla tener que llevar tan poca ropa. Se dirigió hacia la orilla como si estuviera desnuda. Al entrar en contacto con el agua se detuvo en seco porque, también a diferencia de las demás, que correteaban por el embarcadero como focas, a Clarissa no le gustaba el frío. Después avanzó y nadó unos cuantos metros. Salió en seguida del agua, se cubrió apresuradamente con el albornoz y volvió a tumbarse en la arena. Entonces habló por vez primera aquella mañana y, por primera vez desde que Baxter la conocía, lo hizo con calor y poniendo sentimiento en lo que decía.
—¿Sabes? Esas piedras del promontorio han crecido mucho desde la última vez que estuve aquí —dijo.
—¿Qué? —exclamó Baxter.
—Las piedras del promontorio… Han crecido mucho.
—Las piedras no crecen —repuso Baxter.
—Ya lo creo que sí —aseguró ella—. ¿No lo sabías? Las piedras crecen. Hay una piedra en la zona del jardín donde mi suegra tiene los rosales que ha crecido treinta centímetros en los últimos años.
—No sabía que las piedras crecieran.
—Pues sí, crecen. —Luego Clarissa bostezó y cerró los ojos. Pareció quedarse dormida. Cuando abrió los ojos de nuevo, le preguntó a Baxter qué hora era.
—Las doce —dijo él.
—He de volver a casa. Espero invitados.
Baxter tuvo que aceptar aquella explicación y la llevó a casa. Clarissa siguió mostrándose poco comunicativa durante el camino, y cuando él le preguntó si podría acompañarla otro día a la playa, respondió que no. Era un día muy hermoso y hacía calor, y casi todas las puertas de la isla estaban abiertas; pero cuando Clarissa se despidió de él, casi le dio con la suya en las narices.
Al día siguiente, Baxter pasó por la oficina de Correos a recoger las cartas y los periódicos de Clarissa, pero cuando se presentó con ellos en la casa, la señora Talbot le dijo que la señorita estaba ocupada. Durante aquella semana, Baxter asistió a dos fiestas muy concurridas en las que Clarissa debería haber estado presente, pero no fue a ninguna de las dos. El sábado por la noche acudió a uno de esos bailes a la antigua usanza que se celebraban en un granero, y cuando ya era bastante tarde —bailaban Lady of the Lake— descubrió a Clarissa, sentada junto a la pared.
Resultaba realmente extraño que una chica como ella se quedara sin bailar. Era mucho más hermosa que cualquiera de las mujeres que había allí, pero su belleza parecía intimidar a los hombres. Baxter dejó de bailar en cuanto le fue posible y se acercó a ella. Estaba sentada sobre un cajón de embalaje. Fue de la primera cosa de la que se quejó.
—Ni siquiera hay donde sentarse —dijo.
—¿No quieres bailar? —le preguntó Baxter.
—Me encanta bailar—dijo—. Bailaría toda la noche, pero no me parece que eso sea bailar. —Hizo un gesto de repugnancia en dirección hacia la música del piano y del violín—. He venido con los Horton. Sólo me dijeron que iba a haber un baile, pero no me explicaron que se trataba de esta clase de baile. No me gustan todos esos saltos y cabriolas.
—¿Se marcharon ya tus invitados? —preguntó Baxter.
—¿Qué invitados?
—El martes me dijiste que esperabas invitados. Cuando estábamos en la playa.
—Pero no dije que fueran a llegar el martes, ¿no es cierto? —replicó Clarissa—. Vienen mañana.
—¿Te llevo a casa? —preguntó Baxter.
—He venido con los Horton —dijo ella.
—Déjame llevarte a casa —insistió Baxter.
—De acuerdo.
Llevó el coche hasta la puerta del granero y encendió la radio. Clarissa se subió y cerró la portezuela con energía. Baxter condujo a toda velocidad por las malas carreteras de la isla, y cuando se detuvieron ante la casa de los Ryan, apagó las luces del coche y se quedó mirando las manos de Clarissa. Ella las cruzó sobre el bolso.
—Muchísimas gracias —dijo—. Lo estaba pasando fatal y me has salvado la vida. Supongo que no entiendo a la gente de este sitio. Siempre ha habido muchos hombres dispuestos a bailar conmigo, pero hoy me he pasado casi una hora sentada en esa caja tan dura y no ha habido nadie que viniese a hablarme. Me has salvado la vida.
—Eres encantadora, Clarissa —comentó Baxter.
—Bueno —dijo ella con un suspiro—. Eso es sólo mi apariencia exterior. Nadie conoce mi verdadero yo.
Eso era lo importante, pensó Baxter, y si conseguía adaptar sus cumplidos a lo que ella creía ser, los escrúpulos de Clarissa se desvanecerían. ¿Pensará que es una actriz, se preguntó, o una nadadora excepcional, o una heredera? Los indicios de vulnerabilidad que emanaban de ella en la noche de verano eran tan evidentes, tan embriagadores, que Baxter llegó a la conclusión de que su castidad pendía de un hilo.
—Creo que sé cómo eres realmente —dijo Baxter.
—No, claro que no —repuso ella—. Nadie lo sabe.
Desde un hotel de Boston, la radio emitía canciones de amores desgraciados. Según el calendario, el verano estaba aún empezando, pero, de alguna forma, la quietud y el gran tamaño de los árboles oscuros creaban la impresión de que la estación se hallaba mucho más avanzada. Baxter rodeó a Clarissa con los brazos y la besó en la boca.
Ella lo rechazó con violencia y abrió la portezuela.
—Lo has estropeado todo —dijo mientras se apeaba—. Lo has echado a perder. Sé lo que pensabas. Sé que pensabas en ello todo el tiempo. —Dio un portazo y le habló desde el otro lado de la ventanilla—. No hace falta que vuelvas por aquí. Mis amigas llegan de Nueva York en el avión de la mañana, así que voy a estar demasiado ocupada el resto del verano para poder verte. Buenas noches.

Baxter se dio cuenta de que la culpa era exclusivamente suya: se había precipitado. Era un error absurdo en un hombre de su experiencia. Se acostó triste y enfadado consigo mismo, y durmió mal.
Seguía deprimido cuando se despertó, y su depresión creció al oír el ruido de una tormenta marina que venía del noroeste. Se quedó en la cama oyendo el fragor de las olas y el repiqueteo de la lluvia. La tormenta cambiaría el aspecto de la isla. Las playas quedarían desiertas. Costaría trabajo abrir los cajones de los armarios. Repentinamente, saltó de la cama, fue hasta el teléfono y llamó al aeropuerto. El avión de Nueva York no había podido aterrizar, le dijeron, y no esperaban ningún otro durante el resto del día. Aquella tormenta daba toda la impresión de haberse puesto de su parte. A las doce bajó al pueblo, compró un periódico dominical y una caja de bombones. Los bombones eran para Clarissa, pero no le corría demasiada prisa dárselos.
Ella tendría la nevera llena de comida, habría sacado las toallas, y planeado la excursión, pero ahora sus amigas iban a retrasarse, y todas sus esperanzas quedaban sin objeto ante aquel día lluvioso y desapacible. Sin duda había formas de superar aquella desilusión, pero después de lo que había pasado en el baile del granero, Baxter estaba seguro de que Clarissa se sentía perdida sin su marido o sin su suegra, y de que había muy poca gente en toda la isla —si es que había alguien— dispuesta a dejarse caer por su casa o a llamarla para tomar una copa juntos. Lo más probable era que se pasara el día escuchando la radio y la lluvia, y que al final del día estuviese dispuesta a dar la bienvenida a cualquiera, Baxter incluido. Y puesto que las fuerzas de la soledad y del ocio trabajaban a su favor, era más sensato esperar, Baxter estaba seguro de ello. Lo mejor sería llegar justo antes de que oscureciera, y decidió aguardar hasta entonces. Luego cogió el coche y se dirigió a casa de los Ryan con la caja de bombones. Había luz en las ventanas. Clarissa le abrió la puerta.
—Quería dar la bienvenida a tus amigos —dijo Baxter—. Me…
—No han venido —explicó Clarissa—. El avión no pudo aterrizar. Se han vuelto a Nueva York. Me han telefoneado. Lo tenía muy bien organizado, pero no ha servido de nada.
—Lo siento, Clarissa. Te he traído un regalo.
—¡Qué caja tan bonita! —dijo ella al cogerla—. ¡Qué detalle!… —Su rostro y su voz se dulcificaron y recobraron su ingenuidad durante unos instantes, pero luego Baxter vio cómo la decisión de resistir los transformaba—. No deberías haberte molestado —dijo.
—¿Puedo pasar? —preguntó Baxter.
—Bueno, no sé —respondió ella—. No puedes quedarte si no vas a hacer otra cosa más que estar sentado.
—Podemos jugar a las cartas —sugirió Baxter.
—No sé jugar —dijo ella.
—Yo te enseño.
—No. No; tienes que irte. No entiendes qué clase de mujer soy yo. Me he pasado todo el día escribiéndole una carta a Bob. Le he dicho que me besaste anoche. No puedo dejarte entrar.
Clarissa cerró la puerta.
Por su expresión al recibir la caja de bombones, Baxter concluyó que a Clarissa le gustaba mucho que le hicieran regalos. Un brazalete de oro no muy caro o incluso un ramo de flores podían bastarle para conseguir sus objetivos. Baxter, sin embargo, era un hombre muy tacaño, y aunque se daba cuenta de la utilidad de un regalo, no se decidió a comprarlo. Optó por esperar.
La tormenta se prolongó dos días. El martes por la noche, el cielo se aclaró, y en la tarde del miércoles las pistas de tenis ya estaban secas y podían utilizarse. Baxter estuvo jugando mucho rato. Después de bañarse y cambiarse de ropa, fue a una fiesta a tomar una copa. Una de sus vecinas, una mujer casada y con cuatro hijos, se sentó a su lado e inició una conversación sobre la naturaleza del amor matrimonial.
Aquel diálogo incluía cierto tipo de miradas y de insinuaciones que no eran nuevas para él; Baxter se imaginaba con bastante exactitud lo que todo aquello podía dar de sí. Su vecina era una de las hermosas mujeres que despertaban su admiración en la playa: tenía los cabellos castaños, una bonita dentadura y gráciles y bronceados brazos. Pero aunque Baxter parecía profundamente interesado en sus opiniones sobre el amor, la blanca imagen de Clarissa ocupaba su mente, y terminó por interrumpir la conversación y abandonar la fiesta. Puso el coche en marcha y se dirigió a casa de los Ryan.
Desde lejos parecía que no había nadie: la casa y el jardín estaban en completo silencio. Baxter llamó primero con los nudillos y luego tocó el timbre. Clarissa le contestó desde una ventana del piso de arriba.
—¡Hola! —dijo.
—He venido a despedirme, Clarissa. —No se le ocurrió nada mejor.
—Espera un momento —respondió ella—. Ahora bajo.
—Me marcho, Clarissa —exclamó cuando ella le abrió la puerta—. He venido a decirte adiós.
—¿Adonde vas?
—No lo sé —dijo él, tristemente.
—Bueno, entra, entonces —respondió ella, indecisa—. Quédate un minuto. Supongo que es la última vez que voy a verte, ¿no es cierto? Perdona el desorden que hay en la casa. El señor Talbot se puso enfermo el lunes, su mujer ha tenido que llevárselo a un hospital en el continente, y no ha venido nadie a ayudarme. He estado completamente sola.
Baxter la siguió hasta la sala de estar y se sentó. Clarissa le pareció más hermosa que nunca. Ella le habló de los problemas que le había creado la desaparición de la señora Talbot: se había apagado el fuego de la caldera que calentaba el agua, había un ratón en la cocina, la bañera estaba atascada, no había logrado poner el coche en marcha…
En la casa silenciosa Baxter oyó el ruido de un grifo que goteaba y el tictac de un reloj de pared. El cristal que protegía los ejemplares geológicos de los Ryan reflejaba el cielo que se desvanecía más allá de la ventana. La casa estaba muy cerca del mar y se oía el rumor de las olas. Baxter anotó todos estos detalles desapasionadamente y apreciándolos en su justo valor. Cuando Clarissa terminó de hacer sus comentarios sobre la señora Talbot, esperó todo un minuto antes de empezar a hablar.
—Te da el sol en el pelo —comentó.
—¿Cómo dices?
—Que te da el sol en el pelo. Tiene un color muy hermoso.
—Ya no es tan bonito como antes —dijo ella—. Se me ha oscurecido. Pero no tengo intención de teñírmelo. Creo que las mujeres no deberían teñirse el pelo.
—Eres muy inteligente —murmuró Baxter.
—¿Lo dices en serio?
—¿El qué?
—Que soy inteligente.
—Claro que sí —dijo él—. Eres inteligente y eres hermosa. Nunca olvidaré la noche que te conocí en el barco. Yo no quería venir a la isla. Había hecho planes para marcharme al oeste.
—No es posible que sea inteligente —dijo Clarissa con voz compungida—. Debo de ser muy estúpida. Mamá Ryan dice que lo soy, y Bob también lo dice, e incluso la señora Talbot dice que soy estúpida, y… —Empezó a llorar. Luego se puso ante un espejo y se secó los ojos. Baxter la siguió y la rodeó con sus brazos—. No me abraces —dijo con más desesperación que enojo—. Nadie me toma nunca en serio hasta que empiezan a abrazarme.
Volvió a sentarse y Baxter se colocó a su lado.
—Pero tú no eres estúpida, Clarissa —aseguró él—. Tienes una inteligencia prodigiosa, una mente muy clara. Lo he pensado con frecuencia. Siempre tengo la impresión de que debes de tener opiniones muy interesantes sobre muchas cosas.
—Eso es curioso —dijo ella—, porque sí que tengo opiniones sobre muchas cosas. Claro que no me atrevo a contárselas a nadie, y Bob y mamá Ryan nunca dejan que hable. Siempre me interrumpen como si se avergonzaran de mí. Pero es cierto que tengo opiniones. Pienso, por ejemplo, que somos como los dientes de una rueda. Ésa es la conclusión a la que he llegado. ¿A ti te parece que somos como los dientes de una rueda?
—Sí. ¡Claro que sí!
—Creo que somos como los dientes de una rueda —repitió Clarissa—. Por ejemplo, ¿crees que las mujeres deben trabajar? He pensado mucho sobre eso. Mi opinión es que las mujeres casadas no deben trabajar. Quiero decir, a no ser que tengan mucho dinero, por supuesto; pero incluso entonces creo que cuidar de un hombre es un trabajo que llena todo el día. ¿O tú opinas que las mujeres deben trabajar?
—¿Cuál es tu opinión? —preguntó él—. Me interesa mucho saber lo que tú piensas.
—Yo creo —dijo Clarissa tímidamente—, que cada palo debe aguantar su vela. No creo que trabajar o ir a la iglesia vayan a cambiarlo todo, y pienso lo mismo de las dietas especiales. No me fío nada de esas dietas extravagantes. Tenemos un amigo que come cien gramos de carne en cada comida. Tiene una balanza encima de la mesa y pesa la carne. Eso hace que la mesa tenga un aspecto horrible, y no veo qué bien puede hacerle a él. Yo compro lo que tiene un precio razonable. Si el jamón tiene un precio razonable, compro jamón. Si es el cordero lo que está barato, compro cordero. ¿No te parece que eso es inteligente?
—Es muy inteligente.
—Y la educación progresista —siguió Clarissa—. No tengo una buena opinión sobre la educación progresista. Cuando vamos a cenar a casa de los Howard, los niños montan todo el tiempo en bicicleta alrededor de la mesa, y en mi opinión eso es lo que aprenden en las escuelas progresistas, y creo que a los niños hay que decirles lo que está bien y lo que no lo está.
El sol que había encendido sus cabellos había desaparecido ya, pero aún quedaba luz suficiente en el cuarto para advertir que, al airear sus opiniones, el rostro de Clarissa se llenaba de color y se le dilataban las pupilas. Baxter escuchaba pacientemente porque sabía ya lo que Clarissa quería: que la tomaran por algo que no era, y sabía también que la pobre muchacha estaba completamente perdida.
—Eres muy inteligente —le decía de vez en cuando—. Realmente inteligente.
Era tan sencillo como eso.


Acerca del autor.
John Cheever (Quincy, Massachusetts, 27 de mayo de 1912- Ossining, Nueva York, 18 de junio de 1982) fue un autor de relatos y novelista estadounidense, frecuentemente llamado el «Chejov de los barrios residenciales».