La pianista


Al apartamento de enfrente un día se mudó una muchacha de unos veintitantos, algo regordeta, de sonrisa discreta y maneras finas. La vi llegando con el camión de mudanzas y me ofrecí a ayudar con el piano recto que llevaban torpemente un par de tipos, que después me enteré eran sus hermanos. Como recién divorciado que era por aquel entonces, sin dinero ni nada bueno que hacer, ayudé toda la tarde en la mudanza y me hice amigo de la pianista. Me puse a la disposición, como el buen vecino que nunca había sido.

La pianista no era una mujer bonita pero tenía esa aura que tienen a veces los artistas, ese resplandor que tienen al tocar un instrumento, cantar o actuar. Ahora que ha pasado el tiempo, al recordar me pega un poco la nostalgia de aquellas tardes en las que la escuchaba desde el apartamento, o aquellas ocasiones en que la visitaba y me permitía escuchar su ensayo. Cuando terminaba una pieza sin cometer errores, se transfiguraba totalmente. Era particularmente agradable verla en esas tardes en que todo le salía bien con su piano. Era como si no importara nada más, como si el mundo se compusiera al tocar el piano.

Cuando llegó al apartamento, según me contó después, acababa de pasar por una gran decepción. Su novio de cuatro años, dos semanas antes del casamiento, sin razón aparente, se había arrepentido y había cancelado la boda. Todo estaba ya listo, la iglesia, el salón de la fiesta, el menaje de casa, el nuevo apartamento… Pero él canceló todo, y se fue a Lituania, con una su novia que había contactado por internet y que había conocido en persona hacía seis meses.

Así que los dos veníamos de relaciones frustradas, aunque yo había tenido unos años de matrimonio semi-feliz. Varias veces ella lloró en mi hombro por su novio fugitivo. A pesar de la atracción que existía entre nosotros, hubo un tácito acuerdo para mantener la relación en términos platónicos. Hueco sos, me decían mis amigos, pero yo lo que no quería era volver a las andadas en las cosas del amor, y ella tampoco. Para quitarme las ganas están las putas, les decía, aunque debo apuntar que nunca fui un gran cliente de los burdeles.

Me gustaba escucharla cuando tocaba a Chopin, y en esa época lo tocaba bastante. Creo, desde mi perspectiva de ignorante, que Chopin es el compositor de las relaciones rotas. Una tarde de lluvia, cuando ella tocaba un vals le pregunté si había bailado algún vals de Chopin con alguien. Me contestó que no. Algún día deberíamos bailar un vals de Chopin vos y yo, le dije. Ella, sin dejar de tocar el vals, sonrió sin contestar.

En ese vals en particular, le dije, pareciera como si la primera nota que tocás flotara y flotara y quedara en el aire y la melodía la soplara para que no caiga, como si fuera una burbuja de jabón. La nota es un fa sostenido, me respondió, y algo parecido a lo que decís vos dijo en clase un maestro en el conservatorio. No sos tan malo para apreciar el arte, agregó, con guiño y sonrisa.

Salíamos muy poco porque ni ella ni yo teníamos dinero. Ella vivía de tocar teclado o piano en las iglesias, en bodas y fiestas. Le alcanzaba para vivir decorosamente, pero nada más. Yo tenía un empleo como procurador en un bufete de abogados. A veces era extraño, como si ya fuéramos pareja formal, pero sin sexo ni compromiso real. Ninguno de los dos quería dar el paso.

Debo admitir que me fui enamorando entre los compases y las notas negras y blancas. Siempre fui un inútil para la música, pero escucharla siempre fue agradable, aún en las tardes o noches en que no atinaba a terminar una pieza porque se confundía a cada rato. Un par de veces la vi somatar al pobre teclado del piano, furiosa porque no le salía una parte, o daba en la tecla equivocada.

Muchas tardes y cenas compartimos juntos. Ella se reía siempre de mis chistes y su sonrisa me calmaba, me hacía sentir bien, me hacía olvidar. Cuando habían recitales gratis en el Conservatorio, siempre íbamos. Ella siempre me dijo que le gustaba mucho que yo fuera alegre y caballeroso, que la hacía sentir bien. Teníamos, en resumen, una relación especial.

El lector o lectora se estará preguntando por qué no nos decidíamos a pasar al siguiente nivel. La lectora probablemente esté esperando que yo le cuente que me le declaré de una forma especialmente romántica. El lector probablemente querrá que le cuente que una noche ninguno de los dos pudo resistirse y tuvimos el mejor sexo del mundo. Pues no sucedió ninguna de las dos cosas, he de sentirlo. Pero déjenme contarles un poco más, tal vez y la historia al final mejore.

Ni ella ni yo éramos muy amigueros que digamos, y habiéndonos encontrado para acompañarnos en nuestra soledad, pues no buscamos a más gente. Siempre al terminar la jornada laboral esperaba ir a encontrarme con ella y contarle de las trabas en la Torre de Tribunales, de los clientes que quieren magia en los juzgados, de los jueces que nunca terminan de fallar. Ella por su parte, cuando tenía presentaciones, me comentaba de lo lujoso que eran a veces las casas, de lo mal o bien que la trataban, o de cuando nadie escuchaba lo que ella tocaba, aún cuando estuviera en una tarde espléndida y tocara su piano como nunca.

Un año después de haberla conocido, me salió un empleo mejor. Entonces decidí trasladarme de apartamento, a uno más cercano al trabajo. También para huir un poco de ella, para que no me terminara de enamorar hasta un grado incontrolable. Ella recibió la noticia con un poco de tristeza y me dijo que me haría una cena de despedida.

La cena de despedida fue un día jueves, en una noche fresca. Ella se vistió con un vestido negro, el que usaba para eventos de gala. Me dijo que antes de comer bailaríamos un vals de Chopin, el vals del adiós. Ella sabía que era uno de mis favoritos, aunque hasta esa vez no sabía que así se llamaba, por esa costumbre de los músicos clásicos de ponerle opus número tal en no se qué bemol número no se cuánto en lugar de un nombre decente.

Ella puso un cd en el aparato de sonido y bailamos con un poco de dificultad, porque según ella me dijo, los valses de Chopin no son precisamente para bailar. Recuerdo bien el aroma de su perfume esa noche y esa sonrisa con la que me vio después de terminar el vals. Desde entonces cada vez que escucho ese vals viene ese aroma a mi nariz, como si ella estuviera presente.

Nos despedimos en buenos términos esa noche, yo le dije que no era una despedida porque yo siempre vendría a verla cada vez que pudiera. Ella contestó sí, pero ya no todos los días, vos parece que huyeras de mí. Me fui esa noche entre nubes y con algo de tristeza, por no atreverme a decir que la amaba.

Efectivamente fui a verla muchas veces más, pero la distancia terminó imponiéndose. Ambos hallamos a parejas más convenientes en distancia, cercanas físicamente, lejanas en el corazón. Ella misma me lo contó varias veces. Tiempo después dejamos de vernos.

Yo terminé con esa mi novia nueva en pocos meses. Y entonces fui a buscarla, pero no la encontré. Le escribí un email y me contó que estaba en una beca en Madrid y que regresaría en seis meses. Adjunto a su email de respuesta venía un nocturno de Chopin en mp3. Cuando la toco me recuerdo de vos, apuntó. Gracias por el nocturno, pero mucho tiempo le dije, yo quiero verte, iré a Madrid en cuanto pueda. Pedí permiso por un par de semanas en mi trabajo, algo que me costó, pero al fin me dieron.

Cuando llegue allá, en unas cuantas semanas, le diré que la quiero como un loco. No sé que responderá, no sé si es el tiempo adecuado o no. Yo le diré que con ella quiero estar, que el vals del adiós que bailamos lo escucho todos los días, que fui un tonto al huir. Espero que me diga que también me quiere, que toque Chopin para mí todas las tardes. Me gustaría que tanto el atento lector como la romántica lectora me desearan suerte. La voy a necesitar.

José Joaquín

Soy José Joaquín y publico mis relatos breves en este sitio web desde 2004. ¡Muchas gracias por leer! Gracias a tus visitas este sitio puede existir.

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