Ángel de la guarda


Al principio es un poco difícil acostumbrarse a estar muerto. Hay un instante casi imperceptible en el que tu alma deja para siempre tu cuerpo, pero vos seguís consciente de lo que sucede, sólo que lo empezás a sentir de otra manera. Es como si todo se volviera gaseoso y sin peso, vos flotás y mirás a la gente y ellos no te ven y ya no te duele nada y eso te alivia. Pero conforme pasan los minutos te das cuenta de que ya no podrás volver a hablar con nadie que esté vivo y eso te hace sentir angustia. Y ahí empiezan a aparecer los otros muertos, y es como cuando vos entrás a la universidad y te bautizan, te empiezan a hacer bromas y a burlarse de vos, te hacen preguntas que cómo te llamás, de qué te moriste y en qué trabajabas.

Siempre está el muerto bueno que te dice con qué tener cuidado, al que le caés bien por alguna razón desconocida. Está también el muerto que se cree jefe de todo y anda desfiando a todo mundo. Uno piensa que esas cosas se acaban con la muerte, pero depende de qué muertos anden por ahí, así te va a ir. Lo bueno, me decía uno de ellos, es que ya no te pueden matar.

Mi problema es que dejé cosas sin resolver al morirme, como le sucede a todos, creo. Pero yo no puedo dejar de pensar todo el tiempo en que debí haber sido un poco más buena gente. Es decir, sí, yo hice el bien estando vivo, pero con esa idea de hacer mucho dinero pues me la pasé ocupado. Me casé y fui un tiempo feliz, pero en verdad creo que me casé más para salir del paso, para que estuviera completa la foto y así poder seguir, como para poner un chequecito en la lista de cosas pendientes. Yo quería a mi mujer claro, pero no con ese amor de las películas. Ella me quería, había que ver lo triste que la pasó en el funeral, pero también ahí descubrí que me engañaba con mi primo Alberto.

Cuando me recuerdo del accidente siento que pude haber maniobrado mejor el timón y haberme salvado. Pero no se pudo, así que estoy ahora bien muerto y con asuntos pendientes. Los muertos con los que he hablado no me han dicho si uno pasa a otro estado o si se va al fin al cielo o al infierno como dice la religión. Yo siempre pensé que era un castigo o un premio demasiado exagerados para lo que hacemos en una vida. Es decir, un premio eterno por haberte portado más o menos bien en 35 años en mi caso. O un castigo eterno por haberte portado muy mal en ese mismo tiempo, quitando el período de la niñez, en donde parece que tenemos licencia para ser un poco crueles sin que merezcamos el infierno.

Pero bueno, ya estoy muerto, no tengo opciones de escoger nada, y no sé a dónde iré ni qué haré. Ahora me la paso el día viendo al Estuardito y me gustaría abrazarlo y ponerlo sobre mis hombros y decirle que a pesar de que tiene cara de mono yo lo quiero mucho. ¡Ah, cuánto se extraña a los seres vivos! Lo que no me parece es que ya le está empezando a decir “papa Alberto” a mi primo. Todavía no se termina de enfriar mi cuerpo en la tumba y ya la viuda al gozo. Eso no se vale.

Cómo me gustaría poder dormir. Es algo que hace falta cuando te morís, porque entonces te la pasás aburrido en la noche, todo mundo durmiendo. A veces cuando estoy en la cocina en la noche y oigo algún ruido me sigo asustando. A mí lo que siempre me dio miedo es que se entraran los ladrones a la casa y pasara algo. A veces me despertaba algún ruidito y me pasaba el resto de la noche prendiendo luces para que el supuesto ladrón que yo pensaba quería entrar a la casa, se diera cuenta de que alguien estaba alerta para que no molestara.

No puedo describir la angustia que sentí cuando efectivamente era un ladrón el que acechaba mi casa, una noche de lluvia. Yo pensaba que los ladrones no trabajaban en días de lluvia, así que me sorprendí al ver a aquel tipo entrando a mi casa mojado, con una linterna tapada con un papel negro para que no reflejara mucho. Sentí algo helado en todo mi espiritual cuerpo cuando ví que se dirigía al dormitorio de mi Estuardito. Pensé, este hijueputa lo va a secuestrar y quise con todas mis fuerzas estar vivo otra vez y defender a mi hijo. El maldito, que usaba un pasamontañas negro, entró a su cuarto. Yo pensé en por qué habrá escogido una noche de lluvia y no el día, cuando Estuardito iba al colegio o salía.

Empecé a desear con todas mis fuerzas estar vivo de nuevo y volver a morir si era necesario para evitar que le hicieran daño a mi hijo. Lo deseé con tal fuerza, con tal furia, que volví a la vida; volví a tener huesos y músculos y aparecí a la par de aquel maleante que se llevaba a Estuardito en brazos. No tuve tiempo para pensar en nada, sólo quería en arrebatarle a mi hijo al secuestrador. Tomé con todas mis fuerzas su cuello y no lo solté a pesar de las cuchilladas que me metía, su cara se puso roja y sus ojos un poco saltones y al fin dejó de respirar. Estuardito me reconoció y me dijo ¡gracias papi!, y me abrazó, llorando. Fue el abrazo más dulce de toda mi existencia, antes o después de muerto.

Nadie se explicó después cómo fue que el pequeño Estuardo venció al maleante, nadie le creyó que fue su papi quien lo defendió.
Desde esa vez nunca me he apartado de Estuardo. Lo veré crecer sin que él me vea, sin que nadie me vea. Todavía no entiendo bien cómo funciona este mundo de los muertos, pero me reconforta saber que estaré con él cuando me necesite, siempre.

José Joaquín

Soy José Joaquín y publico mis relatos breves en este sitio web desde 2004. ¡Muchas gracias por leer! Gracias a tus visitas este sitio puede existir.

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