El perdedor


 A Frank siempre le salía todo mal. De niños lo escogíamos de último para jugar fútbol porque era malo. Cuando lo enviaban a la tienda nunca hacía el mandado bien, o le faltaba vuelto o no compraba lo que tenía que comprar. En el colegio perdía las clases y siempre terminaba castigado por cosas que él no hacía. Lo que nunca le faltó fue buen corazón.

Un día va a regresar mi mamá y me va a llevar Pollo Campero, decía.

Su mamá se había ido a Estados Unidos a trabajar cuando Frank tenía ocho años.

Rebotando de colegio en colegio terminó la educación secundaria. Después no duraba en los trabajos. Como dependiente de tienda siempre perdía dinero. Como vigilante se le escapó un tiro de la escopeta que casi hiere al dueño de la empresa. De mensajero no encontraba las direcciones y no entregaba bien los mandados.

Es que no se me quedan las cosas, soy muy tonto, decía Frank. Había un grupo de niños que lo molestaba. Fraaank, le decían y se reían de él. Me molestaba mucho que lo hicieran porque reírse del débil siempre está mal, pero debo confesar que nunca hice nada para impedirlo, aunque a veces saludaba a Frank y caminaba a la par de él para que no lo molestaran.

Frank vivía con una tía que no lo soportaba y pero tenía que alojarlo porque su hermana, madre de Frank, enviaba dinero desde Estados Unidos. Desde pequeño aprendió a hacerse su propia comida que consistía en cosas sencillas de hacer.

Con el tiempo aprendió a poner más atención y a apuntar en una pequeña libreta las cosas que le decían que tenía que hacer para no olvidar. Muchas veces lo vi como perdido por la calle, contando las cuadras que había caminado y releyendo su libreta para saber qué le tocaba hacer.

Frank seguía esperando que su mamá regresara de Estados Unidos y lo invitara a ir a Pollo Campero.

Cuando cumplió veinte años se mudó a la colonia una viuda de la tercera edad que vivía sola. Comenzó a contratar a Frank para pequeños mandados porque a ella le costaba caminar por su artritis. Se llevaron muy bien desde el principio.

Doña Teresa, la viuda amiga de Frank, lo enviaba todos los días a hacer sus compras. Verduras, artículos de limpieza, comida. Ella escribía instrucciones en la libreta de Frank para que no se le olvidara nada y supiera siempre a dónde ir y qué hacer. Ninguno de los dos usaba celular. Un reloj de pulsera barato era lo único que necesitaban.

Fueron pasando los años y ambos, finalmente, adoptaron el celular. Frank compró una moto que le llevó un par de años poder manejar. Con la ayuda de Doña Teresa, aprendió a hacer mandados para otras personas y cobrar por ello. Algunas aplicaciones de celular fueron útiles en el camino.

Alrededor de los treinta años, Frank comenzó a decaer después de un derrame cerebral. Nunca fue el mismo. Doña Teresa se lo llevó a su casa y lo cuidaba como podía, pero por sus propias enfermedades y su artritis no podía hacer mucho.

Regresó la madre de Frank, finalmente. Según doña Teresa al ver a su mamá él lloró un par de horas, inconsolablemente, abrazado a ella. Fueron a comer a Pollo Campero. Su madre se marchó nuevamente a Estados Unidos, pero lo dejó en una institución a su cuidado.

Nunca supe lo que pasó con doña Teresa, porque se mudó de la colonia.Un par de veces fui a visitar a Frank al sanatorio donde estaba recluido y a pesar de no saber muy bien quién era yo, me decía todo el tiempo que ayer su mamá lo había llevado a comer a Pollo Campero y que iba a ir de nuevo con ella el domingo.

Murió un par de años después. Todavía a veces me parece mirarlo por las calles, perdido, contando las cuadras y leyendo su libreta.

José Joaquín

Soy José Joaquín y publico mis relatos breves en este sitio web desde 2004. ¡Muchas gracias por leer! Gracias a tus visitas este sitio puede existir.

Artículo Anterior Artículo Siguiente