Desde pequeño me gustaba mucho leer. Mis padres tenían una biblioteca algo aburrida que consistía en enciclopedias y libros sobre contabilidad y administración. Así que leía las entradas de las enciclopedias como si fuesen cuentos. Lo que al fin y al cabo son, porque los personajes y hechos históricos son reducidos a unas cuantas páginas y a la visión del que escribe y edita. Así, un personaje que bien pudo ser alguien despreciable, es tratado como un héroe o alguien que cambió la historia como un perdedor.
Cuando tuve edad de poder salir y comprar cosas, iba a las librerías de usado y compraba principalmente libros de relatos cortos. Me fascinaban Edgar Allan Poe y Chejov, a quienes descubrí por pura casualidad. Siempre leí primero los cuentos más cortos, así sabía si los cuentos más largos podrían gustarme. No podía comprar muchos así que releía bastante. Alguna vez soñé con escribir algo como lo que leía, algo que alguien pudiera leer y le pudiera fascinar. Descarté la idea porque escribir no es precisamente algo placentero, es más bien algo aburrido.
A veces veía las librerías y los muchos títulos que quería comprar. Era triste no tener presupuesto para llevarme todo lo que quería. Las pocas bibliotecas a las que iba me gustaban, pero al final tenía que dejar el libro en el estante, me tenía que despedir de él. La única que tenía préstamo externo era la biblioteca de la universidad, pero también me dolía devolver los libros. Algunos solo los quería por la portada, por algún diseño a veces genial o a veces descuidado pero fascinante. La adquisición de libros estaba limitada por mi presupuesto, que era lo que me daban mis padres. Algunas veces los libreros me aceptaban los libros ya leídos como parte del pago. No lo hice muchas veces, porque me dolía perder los libros. Un dolor que hasta podía ser físico. Un par de veces, y lo digo con mucha vergüenza, tomé dinero de la cartera de mi padre para no tener que vender mis libros y poder comprar más.
Todo esto fue antes de internet. Internet era muy caro al principio, así que si quería optimizar mi tiempo tenía que planificar las visitas. Había sitios con relatos cortos en los cuales descubrí cuentos de Borges, Cortázar y Chejov que no había leído en los libros de papel. Internet era la gran biblioteca de Babel que soñó Borges, donde estaría la totalidad de lo escrito por la humanidad, que es algo que tiende al infinito, pero en realidad es limitado por el número de personas que han escrito algo.
Al ingresar a internet copiaba y pegaba los relatos cortos lo más rápido que podía en un archivo de word y después imprimía los textos para leerlos. También imprimía las portadas que encontraba.
Existe una corriente que habla sobre el libro como un objeto sagrado y casi sataniza la lectura en línea. No soy de esos. Tampoco romantizo las librerías, y además yo iba a comprar libros, no a hacerme amigo de los libreros. Se crea el cuento de que internet vino a acabar con el encuentro de la gente y con las librerías como templos del saber. Pero no, una historia no es una página de papel que acabará podrida en corto o largo plazo. Una historia es lo que absorbes al leer, lo que se queda en ti después de leer. Lo que quiso el escritor que visualizaras, aunque no sea lo mismo, porque cada quien lee desde su circunstancia y eso es siempre diferente. Algunos ven moralejas y lecciones donde no las hay, porque muchas veces los que escriben solo relatan hechos de la mejor manera posible sin querer dar lecciones ni dar enseñanzas. Es la vida nomás la que se trata de contar en letras.
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Mi problema empezó cuando obtuve el primer empleo. Ya podía comprar más libros, ya no tendría necesidad de piratear de internet. Podría comprar un libro y disfrutarlo, releerlo, y colocarlo en mi librera una vez ya fuera parte de mí. Porque no pensaba nunca en vender, regalar o prestar mis libros, porque me iba a doler mucho. Hay muchas maneras de gastar el dinero. Algunos viajan, otros compran ropa o relojes, otros van a restaurantes. Yo compraba libros.
Durante los primeros dos años de estar en el mercado laboral pude leer bastante, pero poco a poco empecé a comprar más libros de los que podía leer. Pensaba en que algún día podría tomar cualquier libro y disfrutarlo, aunque fuera meses después de haberlo comprado. Los editores han ido mejorando en sus diseños de portada y ahora está al alcance de cualquiera hacer una portada llamativa y profesional. No era un secreto, pero descubrí que la mayoría de libros que se publican son malos. Por un lado, las editoriales publican a quien creen que puede vender bien o a quien pague. Y por otro están las editoriales de vanidad y los que se autoeditan. Algunos son buenos, claro, pero son los menos. Parece que el sueño es ser escritor y ser reconocido como tal. Aportar algo, pulir la técnica, aprender de los maestros y tomarse el tiempo de intentar algo bien hecho no es algo que llame la atención.
Yo seguí comprando libros, era lo que me gustaba. Cuando se hizo evidente que mis libros y yo no cabíamos en la casa de mis padres, me mudé. Tuve suerte de encontrar una casa espaciosa a con un alquiler cómodo. Y como mi entretenimiento de fin de semana era comprar libros, poco a poco esa casa se convirtió en algo parecido a las librerías de viejo que visitaba. Tres ambientes de la casa se llenaron de libros. En el otro dormía yo. Seguí comprando libros hasta que yo no cabía en mi propia casa.
Leía menos, era lo paradójico. Con el tiempo uno se vuelve más selecto con lo que lee. Pero seguía disfrutando ver las portadas, ojear las páginas. Incluso empecé a comprar libros artesanales, algunos son muy llamativos.
Cuando apenas y podía entrar a mi casa porque por todos lados había libros, busqué otra casa. El mismo casero que me alquilaba tenía otra disponible no muy lejos de la primera. La tomé y por primera vez vi que en realidad tenía un problema y que debía resolverlo. Varias veces fui a mi casa de los libros y comencé a seleccionar libros que podía vender, regalar o descartar, pero cuando llegaba el momento de dejarlos ir, una maldita taquicardia y falta de aire aparecían, y solo se iban cuando desistía de la idea.
La recaída fue peor, en poco tiempo tenía la nueva casa llena de libros. Y aunque era una verdadera locura, alquilé una tercera casa, al mismo casero. Esta vez él dudó y me dijo que el problema empezaba a ser más grave porque ya había ratas en la primera casa. Me ocupé de que una empresa se encargara de ellas. Me salió algo caro, pero no podía pensar en que mis libros se perdieran a manos de esos animales.
En la tercera casa intenté cambiar los libros físicos por los electrónicos. Funcionó un tiempo, recuperé la real afición por la lectura y descubrí nuevos escritores. En Amazon y otras plataformas también compré muchos libros, y lo bueno era que no se apilaban en las esquinas de la casa. Sin embargo, el libro electrónico no se posee, no es un objeto, no se toca. Y recaí.
Una vez llené la primera habitación de la tercera casa, vi que mi vicio no era sostenible y que además me estaba saliendo muy caro. Con la vergüenza del caso llamé a mi padre, quien no sabía el alcance de mi problema. Coincidimos en que me tendría que deshacer de todos los libros y que yo no podía estar presente.
Mi padre es un buen comerciante, así que sacó algo de dinero por los libros al vender la tercera parte, por supuesto, a librerías de viejo. El resto se fue directo a la basura. Fue relativamente rápido, en cuestión de un par de meses las tres casas estaban vacías de libros. Entré en una depresión que incluso me llevó a visitar a un psiquiatra. Tenía que afrontar las fases del duelo. Me tomó un par de años sentirme mejor. Luego conocí a Clara, una chica a la que no le gustaban los libros sino las películas y series de TV. Cuando comenzamos a vivir juntos, le pedí que fuera a una librería de viejo y comprara los libros de relatos de Borges, Chejov y Poe que consiguiera, más algunos de otros autores. Sé que si entro a una librería o biblioteca el problema volverá. Es un día a la vez.