El stalker


Conocí a Vicky cuando trabajé en una mueblería. Era muy guapa y una buena vendedora. Tenía la palabra precisa a la hora de abordar a los clientes. Se ganaba la confianza con algún comentario u observación casual y casi siempre los hacía comprar. Tenía un su novio que llegaba siempre por ella al final del día. Era el tipo más aburrido del mundo y siempre nos preguntábamos cómo le había hecho caso.

Yo no tenía mucha práctica vendiendo. Ella me observó y me dio algunos tips de venta que puse en práctica y perfeccioné hasta lograr buenas comisiones. Siempre pensé en que yo estaba fuera de su liga, que ella no estaba a mi alcance, y aún así, poco a poco, día a día, me fui obsesionando. No podía sacármela de la mente. Luego de un año de trabajar ahí cortaron el personal a la mitad y redujeron las comisiones. A Vicky en cambio le aumentaron el sueldo, porque al fin y al cabo ella era la que sostenía a la mueblería con sus ventas. 

No logré olvidarla. Durante el tiempo en que estuve buscando trabajo, iba siempre por las tardes al comercial en donde estaba la mueblería. Polaricé los vidrios de mi carro con el polarizado más negro que encontré. La mueblería tenía ventanales que daban al parqueo y ahí me iba, solo a observarla, a verla vender. Ponía música en el celular y llevaba algo de comer. Yo la seguía en redes sociales, pero el contenido de las redes es una selección de los mejores, o a veces los peores momentos. La presencia de alguien es insustituible, es algo único. Las publicaciones de redes no hacen justicia, no son la realidad.

Cuando conseguí empleo a la salida siempre me iba al comercial a verla. Un par de veces el policía del comercial me tocó la ventana y yo hice como si estuviera despertando. Dejaba de ir algunos días y luego volvía. A veces le prestaba el carro a mi hermana o a mi papá, solo para que no vieran el mío siempre ahí.

La rutina era llegar, estacionar frente a la mueblería, o esperar que se desocupara un espacio donde pudiera verla. Luego observar cómo se hacía café, cómo miraba la pantalla de la computadora en la que veía sus comisiones. Verla a media tarde hacer llamadas de seguimiento. A las cinco en punto salía a comprar algo, algún pastelillo o snack y yo la observaba caminar con su pelo ondulando lado a lado. No creo que se diera cuenta porque nunca miraba el reloj. A las siete de la noche llegaba el novio por ella. 

Era un comercial relativamente grande, así que todo mundo era desconocido. La impunidad que generaba el polarizado de mis vidrios me protegía. Podía admirar la sonrisa de la Vicky cuando lograba una buena venta, o la mirada de decepción cuando después de haber hecho su mejor presentación el cliente se le iba sin comprar nada. Descubrí que los días que mejor vendía eran viernes y sábado. Supongo que ella también lo sabía porque llegaba más arreglada esos días. 

Una vez Vicky salió al parqueo a acompañar a un cliente. Pasó a la par de mi carro y sentí que me había visto, pero solo veía a la ventana. No podía verme. Hizo el comentario de que este carro siempre estaba ahí y no había visto a nadie salir de él. Me puse un poco nervioso. Dejé de ir una semana a verla.

Siempre fantaseaba con que fuera mi mujer, y podía imaginarme yo yendo por ella al trabajo en lugar de su novio aburrido. Imaginaba los lugares a donde iríamos, los restaurantes, los paseos de la mano. Pero también pensaba que nunca sería posible. Soñar no cuesta nada.

Luego de unos seis meses de visitarla casi a diario, de verla siempre, decidí que debía dejar eso y buscar algo más que hacer, conocer gente, hacer cualquier otra cosa. Durante la primera semana lo hice y estuve bien. Volví a mis clases de guitarra, vi películas y hasta compré libros. Pero justo al cumplir la semana, comencé a ponerme ansioso y a no dormir. Cuando lograba dormir, me despertaba con pesadillas. Después de varios días entendí que lo único que podía calmarme era ir a verla. Y así fue, al llegar de nuevo al parqueo y verla sentí alivio. Esa vez que regresé hasta me dormí en el carro.

Me aburrí de verla de esa forma así que investigué si en el comercial había algún puesto de trabajo cerca de la mueblería. Tuve suerte y conseguí una plaza en la farmacia que estaba justo en frente. Vendí mi carro y compré otro. La fui a saludar y fue muy cordial conmigo. Coincidíamos en la hora de almuerzo y comíamos en el mismo lugar. Nos hicimos buenos amigos. Un día me contó de los problemas con su novio y yo me entusiasmé mucho, y tuve que controlarme para no demostrarlo. Poco tiempo después cortaron y ella estaba triste. Le propuse ir a comer a algún lado un sábado por la noche. 

Salimos muchas veces más. Al principio yo estaba muy contento. Ella siempre guapa y buena onda. Pero comencé a extrañar ir a verla nomás, a través de los vidrios de la mueblería y fantasear con tenerla. Algunas veces lo hice, cuando tenía día libre y ella no. No era lo mismo, las metas se pierden a alcanzarlas y llega el vacío de no tener esa ilusión, ese propósito que da sentido. Finalmente sucedió lo que tenía que suceder, ella se aburrió y la relación se enfrió hasta que un día, en la misma cafetería donde almorzábamos me dijo que ya no podía seguir conmigo. Dolió, pero ya lo esperaba.

Renuncié del empleo en la farmacia y cambié de carro nuevamente. Y volví a ir al comercial con un carro polarizado al máximo, solo para ver su sonrisa cuando lograba una venta.

José Joaquín

Soy José Joaquín y publico mis relatos breves en este sitio web desde 2004. ¡Muchas gracias por leer! Gracias a tus visitas este sitio puede existir.

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