A veces por las tardes el sol alumbra como en los días en que estabas por acá. Por la madrugada, cuando tu dormitorio cuando está cerrado parece como si estuvieras todavía ahí. Y si en ese momento hubiera un temblor, podría preguntarte desde afuera si lo estabas sintiendo.
El otro día en la playlist del teléfono sonó una tu canción. De esas que ponías en repeat y que a veces me terminaban aburriendo. No me gustaba mucho cuando la oías, pero ahora que te fuiste la puse en repeat por un buen tiempo. Te hubiera gustado escucharla con esa bocina que me compré el mes pasado.
Recuerdo una vez que pediste una sangría y cayó un mosquito en la bebida. Yo iba a pedirle al mesero que cambiara la bebida por otra cosa y a vos te dio pena y le quitaste el mosquito y te tomaste la sangría así. Te daba pena ofender.
A veces los domingos por la mañana parece que fuiste a traer el pan y que en cualquier momento entrarás por la puerta diciéndome que trajiste champurradas. O a veces un vientecito en la calle va justo a la misma velocidad y con la misma humedad de aquel día en que paseamos por aquel parque y dijiste que qué lindo día hacía. Esa sensación de que es inminente tu aparición a veces duele un poco pero otras veces alivia.
Cuando la gente se va a la otra vida lo que se pierde es la posibilidad del futuro. Se queda en el recuerdo, en el corazón, en la mente. Pero ya nunca se puede volver a tomar una taza de café o una sangría o una cerveza juntos. El pasado nunca se va, es el futuro el que ya nunca viene cuando alguien se va a la otra vida.
Y ya viste, ni siquiera podemos decir la palabra cuando duele. Le decimos de cualquier forma, porque pronunciar la palabra significa aceptarla. Vos pasaste a mejor vida, ahora descansás, y hacia ahí iré algún día acompañarte, ahora sos un ángel que me cuidará. Pero no me pidás pronunciar la palabra que duele.