Ayer por la tarde se jugó la final de Champions League. Liverpool se enfrentó al Milan, pero como no soy simpatizante de ninguno de los dos equipos no me interesé mucho en el juego. Sucedió que me enteré en la calle cuando iba a una diligencia de trabajo por medio del radio de un chiclero de la parada de autobús, que iban a tiempo extra después de empatar tres a tres. En el camino de regreso a la oficina, después de la diligencia de trabajo, me puse a ver los últimos penales de la contienda desde afuera de una librería en donde tenían una tele con el partido y donde a su alrededor también habían otros cuates que deberían estar trabajando. No me importaba quién ganara, yo le iba al ganador. Y entonces ganó el Liverpool la tierra de Los Beatles, pensé, y vi de nuevo esa efuria de campeón de los futbolistas al concluir el partido, vi cómo corren desaforadamente a abrazarse, felices y realizados por su éxito; y cómo en los graderíos también su gente celebra con locura. Entonces me regresé a la oficina silbando, sin hacerme preguntas tontuelas de por qué me sentía contento de que ganara el Liverpool.
Ester fue despedida por un error suyo en las cuentas que manejaba, error que despertó la desconfianza de su jefe y del dueño de la empresa. Ella sabía que era perfectamente comprensible porque su atenuante era demasiado inverosímil, aunque no por ello mentira. Su jefe la citó en su oficina y le explicó los motivos y hasta fue cortés y amable con ella, pero de todos modos no podía sentirse bien, quién puede en estos casos. Conteniendo las lágrimas salió de la oficina del jefe, arregló sus cosas delante de sus compañeros de trabajo y salió de la empresa. La tarde preciosa que la esperaba afuera le sirvió de consuelo, mientras en el camino a casa, en la misma camioneta 72 de todos los días, pensaba en quién diablos la iba a contratar ahora, la situación en Guatemala está jodida. Como siempre ha estado y estará.